El acto de “vender” está presente en todas las tareas humanas, aunque habitualmente se lo asocie a dinámicas comerciales. La Venta constituye un ejercicio de relacionamiento social, y el hombre es ante todo, un Ser de carácter social. Cuando se relaciona con su congéneres trata siempre de vender algo: una idea, un bien, un estado de ánimo, una interpretación de las cosas, un argumento, una disculpa, un trabajo, etc. La Venta, en la forma de cualquiera de las cosas que se transe, se perfecciona cuando otra persona Acepta aquello que se está ofreciendo. Así se completa el circuito que construye el tejido social.
Suponer que alguien pueda transitar satisfactoriamente por la Vida sin habilidades de Ventas es un error de enorme consideración y suponer que las Ventas constituyen un ejercicio reservado a ciertos oficios pasa de ser un error a constituirse en una trampa. Ninguna persona puede alcanzar un básico equilibrio de vida si no sabe vender, porque finalmente no podrá perfeccionar sus intereses, cualquiera que estos fueren. Al menos no podrá hacerlo en la lógica social que gobierna la civilización humana.
La actividad de Ventas permite el desarrollo de las personas también en su dimensión estrictamente humana, porque en los hechos cada instante la gente vende un “estado” físico, emocional o incluso espiritual. O bien lo vende a los demás o, lo que es más importante, lo vende a sí mismo. La “aceptación” es elemento central en la lógica de las Ventas y conseguirla exige el crecimiento holístico de los individuos. Este crecimiento se genera a partir de la optimización del “producto” que quiere venderse. Nunca faltan (más todo lo contrario), aquellos que argumentan sobre la futilidad de conseguir la aceptación de los demás y la necesidad de ser “genuinos y originales”, pero estos argumentos desconocen dos hechos trascendentales de la naturaleza humana: en primer lugar su ineludible carácter social y la necesidad que en este sentido emerge de relacionarse “exitosamente” con los demás y, en segundo lugar, el imperativo de aceptarse uno mismo, de ser un “producto” que finalmente no genere el rechazo propio. Estos hechos conducen necesariamente al desarrollo, nunca a la involución
La VIDA, cada día, cada instante ofrece algo, vende algo, y el costo de adquirirlo es insignificante, radica en algo muy sencillo: Aceptarlo. La Vida es un vendedor que toca todos los días la puerta de la casa ofreciendo todo lo que está a disposición en el universo, y día por día se le cierra la puerta en las narices, aun cuando coloca el pie para tratar de evitarlo. Y sí, la Vida es un vendedor de cosas buenas, es en realidad el único vendedor que se extrañará cuando deje de tocar la puerta.
Fuente: Emprendices